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Il 7_IX_1991, nel corso della liturgia eucaristica celebrata nell'impianto polisportivo dell'Università di Navarra, S.E. Mons. Alvaro del Portillo, Gran Cancelliere dell'Università, ha pronunciato la seguente omelia.

1. Acabamos de escuchar, en la primera lectura de la Misa, unas palabras de la Sagrada Escritura que nos hablan de la creación del mundo: de Dios que, con su Sabiduría, colocaba los cielos y asentaba los cimientos de la tierra[1]; del Creador que, especialmente, goza con los hijos de los hombres[2]. ¿Cómo no hemos de amar este mundo nuestro, si es fruto de la Sabiduría del Amor creador? ¿Cómo no hemos de querer a nuestros hermanos los hombres, si el mismo Dios goza con ellos?

No ignoramos que en el mundo existen el mal, el dolor y la muerte, como consecuencia del pecado. Pero —os recuerdo con palabras del Fundador del Opus Dei y de esta Universidad—, «Dios Padre, llegada la plenitud de los tiempos, envió al mundo a su Hijo Unigénito, para que restableciera la paz; para que, redimiendo al hombre del pecado, adoptionem filiorum reciperemus Gal IV, 5), fuéramos constituidos hijos de Dios, liberados del yugo del pecado, hechos capaces de participar en la intimidad divina de la Trinidad. Y así se ha hecho posible a este hombre nuevo, a este nuevo injerto de los hijos de Dios (cfr. Rom VI, 4-5) liberar a la creación entera del desorden, restaurando todas las cosas en Cristo (cfr. Eph I, 5-10), que las ha reconciliado con Dios (cfr. Col I, 20)»[3].

Estas consideraciones, y el lugar donde nos encontramos, me traen el recuerdo vivísimo de aquella memorable homilía, que el Venerable Josemaría Escrivá de Balaguer nos dirigía en este campus universitario, el 8 de octubre de 1967. Nos impulsaba a amar al mundo apasionadamente: «el mundo no es malo» —afirmaba con fuerza—, «porque ha salido de las manos de Dios, porque es criatura suya, porque Yaveh lo miró y vio que era bueno»[4]. En consecuencia, nos invitaba a tomar conciencia de que nuestro amor al mundo, creado por Dios y redimido por Cristo, ha de conducirnos a «devolver —a la materia y a las situaciones que parecen más vulgares— su noble y original sentido, ponerlas al servicio del Reino de Dios, espiritualizarlas, haciendo de ellas medio y ocasión de nuestro encuentro continuo con Jesucristo»[5].

2. Porque amamos al mundo, deseamos y nos empeñamos seriamente en que Cristo reine sobre todas las cosas. Regnare Christum volumus!: esta ardiente aspiración de nuestro Fundador, que —como sabéis— he asumido como lema de mi escudo episcopal, ha de ser verdaderamente nuestra. Y, para esto, hemos de procurar que Cristo reine, ante todo, en nuestras almas: cada uno en la suya. En esto consiste la santidad a la que estamos llamados desde antes de la constitución del mundo, como hemos escuchado en la segunda lectura de la Misa: elegit nos in ipso ante mundi constitutionem, ut essemus sancti[6]. Una santidad —una búsqueda de la santidad— que no nos aleja del mundo, precisamente porque el mundo, el trabajo y el descanso, la vida en familia y las relaciones sociales, son medio y ocasión de ese encuentro íntimo con el Señor, de esa identificación con El, que nos va transformando a cada uno en otro Cristo, ipse Christus, el mismo Cristo[7].

Entonces, con la ayuda de la gracia divina —que se nos da especialmente en la oración y en los sacramentos de la Eucaristía y de la Penitencia—, esas mismas circunstancias de la vida ordinaria son medio y ocasión de contribuir a la santificación de los demás y a la cristianización de la entera sociedad humana. Una sociedad en la que deseamos que Cristo reine, para que sea verdaderamente digna del hombre, creado a imagen de Dios y redimido con la Sangre del Verbo Encarnado: una sociedad que esté íntimamente estructurada por la ley de Cristo, que es ley perfecta de libertad[8], porque es ley no sólo de justicia, sino de caridad, de amor[9]. Sólo esa civilización del amor, a la que se han referido repetidamente los Romanos Pontífices, es digna del hombre, porque, como escribió hace siglos San Gregorio de Nisa, «el Creador nos ha dado el amor como expresión de nuestro rostro humano»[10].

Para que la justicia y el amor de Jesucristo informen, cada vez con mayor extensión e intensidad, las actividades humanas, es imprescindible que la fe ilumine las inteligencias, que la luz de la verdad desvanezca las tinieblas en que tantas veces los hombres se debaten. ¿Cómo no advertir la necesidad y la urgencia de esa reevangelización de los países de antigua tradición cristiana, a la que el Papa impulsa constantemente a los católicos?

3. En el contexto de esta entusiasmante tarea, la Universidad de Navarra ha de ser un importante foco de luz: ¡ya lo está siendo desde hace muchos años, gracias a Dios y a la calidad humana y cristiana de vuestro trabajo! La universidad —lo sabéis muy bien— no puede conformarse con ser un lugar de simple encuentro entre las varias ciencias y saberes. Con palabras de nuestro queridísimo Fundador, os recuerdo que la universidad no puede vivir «de espaldas a ninguna incertidumbre, a ninguna inquietud, a ninguna necesidad de los hombres. No es misión suya ofrecer soluciones inmediatas. Pero, al estudiar con profundidad científica los problemas, remueve también los corazones, espolea la pasividad, despierta fuerzas que dormitan, y forma ciudadanos dispuestos a construir una sociedad más justa. Contribuye así con su labor universal a quitar barreras que dificultan el entendimiento mutuo de los hombres, a aligerar el miedo ante un futuro incierto, a promover —con el amor a la verdad, a la justicia y a la libertad— la paz verdadera y la concordia de los espíritus y de las naciones»[11].

La universidad ha de ser el lugar donde todos los saberes confluyan en servicio de la persona y, por tanto, de la sociedad. La luz de la Revelación, plenamente aceptada mediante la fe, no elimina ni disminuye la legítima autonomía de cada una de las ciencias; les confiere, por el contrario, algo que no alcanzan por sí solas: la capacidad de cumplir acabadamente con su más profundo sentido de servicio a la humanidad. Es necesaria esta aportación cristiana al desarrollo de la cultura, porque —como ha escrito recientemente el Santo Padre Juan Pablo II— el modo en que el hombre construye su propio futuro «depende de la concepción que tiene de sí mismo y de su destino»[12]. Y esta concepción, para que responda a la más íntima realidad del hombre, debe incluir la verdad sobre la creación y sobre la redención[13].

Entendemos bien que, como afirmaba nuestro Fundador, «la religión es la mayor rebelión del hombre que no quiere vivir como una bestia, que no se conforma —que no se aquieta— si no trata y conoce al Creador (...) Por eso la religión» —continuaba nuestro Padre— «debe estar presente en la Universidad; y ha de enseñarse a un nivel superior, científico, de buena teología»[14]. Esto, gracias a Dios, es ya una estupenda realidad en la Universidad de Navarra. Pero no os conforméis con las metas alcanzadas. Así como cada uno, en su propio trabajo, se esfuerza seriamente por progresar personalmente y contribuir al progreso general, del mismo modo habéis de mantener un constante empeño por hacer más y más profunda la inspiración cristiana de vuestro quehacer universitario.

4. Permitidme que vuelva a insistir: para toda esta labor imponente, lo primero, la condición indispensable, es nuestra respuesta personal a aquella vocación divina a ser santos, a identificarnos con Jesucristo, que marca el sentido y el fin de nuestra existencia. Recuerdo que, cuando fue erigido en universidad el entonces Estudio General de Navarra, uno de los primeros profesores que trabajaron aquí —un insigne médico y maestro de médicos, que ya está en el Cielo— manifestó a nuestro Fundador su alegría por colaborar en hacer la universidad. Con gran cariño, nuestro Padre le respondió que lo importante era que se hiciese santo, haciendo la universidad.

Hijas e hijos míos: a todos los que hacéis la universidad —profesores, alumnos, y personal no docente: ¡todos sois igualmente importantes!— os lo repito: vuestra misión humana y cristiana, hoy y aquí, es que os hagáis santos haciendo la universidad: en unidad de vida, porque, como afirmaba nuestro Fundador en aquella homilía de 1967, «no hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca»[15]. En todos los acontecimientos —aparentemente importantes o aparentemente insignificantes— de vuestro trabajo, está aquel «algo santo, divino (...), que toca a cada uno de vosotros descubrir»[16]: todo guarda una relación con Jesucristo, que habéis de meditar en vuestro corazón[17], como hemos escuchado, en el Evangelio de la Misa, que era la actitud constante de nuestra Madre Santa María.

Muy grande es la misión y muy alta es la meta a la que el Señor nos llama: identificarnos con Cristo y hacer que El reine en el mundo, para el bien y la felicidad de nuestros hermanos los hombres. Si contásemos sólo con nuestras pobres fuerzas, motivo tendríamos para pensar que todo esto es una utopía irrealizable: no somos superhombres, ni estamos por encima de las limitaciones humanas. Pero —si queremos—, la fortaleza de Dios actúa a través de nuestra debilidad. Como escribió hace trece siglos un Padre de la Iglesia, «el hombre tiene dos alas para alcanzar el Cielo: la libertad y, con ella, la gracia»[18]. Ejercitemos nuestra libertad en corresponder a esa gracia que el Señor nos ofrece constantemente. Para esto —lo tenemos bien experimentado—, se requiere el esfuerzo por comenzar y recomenzar cada día esas luchas de la vida espiritual y del apostolado cristiano, que constituyen aquella bellísima batalla de amor —como la definía nuestro Padre—, en la que la victoria de Cristo es el auténtico triunfo del hombre.

A la protección de la Santísima Virgen, Sedes Sapientiae y Mater pulchrae dilectionis, nos acogemos a través de nuestro queridísimo Fundador, ahora, con la alegría que nos proporciona el Decreto pontificio sobre un milagro atribuido a su intercesión. Especialmente, pedimos a nuestra Madre que nos consiga abundantemente esa superior sabiduría, que es don divino, y un intenso amor hermoso, para que —bien unidos al Romano Pontífice y a los demás Obispos puestos por el Espíritu Santo para regir a la Iglesia de Dios[19] - seamos cada día más eficaces, en nuestro trabajo de servicio cristiano a la sociedad. Así sea.

[1] Prov. VIII, 27.29.

[2] Ibid. VIII, 31.

[3] J. Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, n. 65.

[4] J. Escrivá de Balaguer, Conversaciones, n. 114.

[5] Ibid.

[6] Ephes. I, 4.

[7] J. Escrivá de Balaguer, Amigos de Dios, n. 6.

[8] Iac. I, 25.

[9] Cfr. Ioann. XIII, 34.

[10] San Gregorio de Nisa, De hominis opificio, 5.

[11] J. Escrivá de Balaguer, Discurso en la investidura de Doctores "honoris causa", Universidad de Navarra, 7-X-1972.

[12] Juan Pablo II, Enc. Centesimus annus, 1-V-1991, n. 51.

[13] Cfr. ibid.

[14] Conversaciones, n. 73.

[15] J. Escrivá de Balaguer, Conversaciones, n. 114.

[16] Ibid.

[17] Cfr. Luc. II, 19.

[18] San Máximo Confesor, Quaestiones ad Thal., 54.

[19] Cfr. Act. XX, 28.

Romana, n. 13, Luglio-Dicembre 1991, p. 259-262.

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