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Omelia pronunciata nella Chiesa della Madonna della Vittoria, di Czestochowa, per i partecipanti di lingua spagnola alla VI Giornata Mondiale della Gioventù (14_VIII_1991).

En esto hemos conocido el amor: en que El dio su vida por nosotros. También nosotros hemos de dar nuestras vidas por los hermanos[1]. Es San Juan, testigo directo del amor de Cristo, quien nos dirige —a cada uno de nosotros, a ti y a mí— estas palabras. El Señor ha muerto en la Cruz para salvarnos, demostrándonos así la inmensidad de su amor, ya que nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos[2]. A imitación del Maestro, también nosotros hemos de amar sin límites, en esta vida nuestra de cada día.

San Maximiliano Kolbe, cuya fiesta estamos celebrando, llenos de alegría y de agradecimiento al Señor, es otro testimonio de ese amor que llega a la entrega de la propia vida. Auschwitz fue el altar de su sacrificio. En ese lugar, que evoca en nuestra memoria hasta qué extremos puede llegar el odio cuando el hombre se aleja del Creador, se mostró también hasta dónde puede llegar el amor al prójimo cuando se fundamenta en el amor a Dios. En la homilía de la canonización de este mártir polaco, Juan Pablo II recordaba que «a finales de junio de 1941, cuando por orden del jefe del campo fueron alineados los prisioneros destinados a morir de hambre, este hombre, Maximiliano María Kolbe, se presentó espontáneamente, declarándose dispuesto a morir en sustitución de uno de ellos. Su propuesta fue aceptada y, después de más de quince días de tormentos a causa del hambre, le fue finalmente quitada la vida con una inyección mortal, el 14 de agosto de 1941»[3]. Hoy conmemoramos el quincuagésimo aniversario de su dies natalis, del día en que dejó este mundo, para gozar de la visión de Dios por toda la eternidad. Mucho vale a los ojos de Yavé la muerte de sus santos[4]. A los ojos de Dios, se trataba de una muerte preciosa: la de un discípulo de Cristo que había seguido las huellas del Maestro hasta entregarse en holocausto por los demás. Nosotros, reunidos en este rincón entrañable de su patria, lo recordamos como uno de los insignes testigos de ese amor a Dios y a los hombres, llevado heroicamente hasta las últimas consecuencias.

Te ofreceré un sacrificio de alabanza, invocando tu nombre, Señor[5], hemos rezado en el Salmo responsorial. Renovamos ahora el Santo Sacrificio del Calvario, la Santa Misa, en unas circunstancias particulares. Nos encontramos al final de estos días de preparación para la Sexta Jornada Mundial de la Juventud, que celebraremos mañana con el Papa. Y nos hallamos en Polonia, junto a la Santísima Virgen de Jasna Góra, que —no me cabe duda— es punto de arranque de una transformación histórica cerca del lugar en el que San Maximiliano Kolbe fue martirizado, y punto de arranque de una transformación histórica que ha conducido al derrumbamiento de las dictaduras que creó el materialismo ateo. Por primera vez tiene lugar esta Jornada Mundial de la Juventud con asistencia masiva de jóvenes del Centro y del Este de Europa, en un país que se encontraba detrás del telón de acero, bajo el yugo comunista. Estamos presenciando un tiempo de especial trascendencia, uno de esos momentos en los que se decide la suerte de las naciones, de millones y millones de almas. Y los protagonistas sois vosotros, somos todos nosotros. No penséis que la historia se desarrolla según unas leyes independientes de la libertad del hombre. No. La historia la plasmamos con el ejercicio de nuestra libertad; de ahí nuestra responsabilidad. Dios es el Señor de la historia, pero quiere contar con nuestra colaboración en el cumplimiento de sus designios salvíficos. «El espíritu de los hijos de Dios» —ha escrito Juan Pablo II— «es fuerza propulsora de la historia de los pueblos. El suscita en todo tiempo hombres nuevos que viven en la santidad, en la verdad y en la justicia. El mundo que, a las puertas del 2000, está buscando ansiosamente los caminos para una convivencia más solidaria, tiene urgente necesidad de poder contar con personas que, gracias al Espíritu Santo, vivan como verdaderos hijos de Dios»[6].

Devolver a toda la creación su sentido originario, según el querer de Dios; informar con la doctrina y con el amor de Cristo todas las realidades humanas: ésta es la tarea que tenéis ante vosotros como hijos de Dios, porque Dios os ha dado el mundo por herencia[7]; tarea que a mí me resulta muy familiar, desde que conocí el espíritu del Opus Dei en los años 30. La celebración de esta Jornada es un buen momento para reflexionar sobre las exigencias de nuestra condición de hijos de Dios, y para tomar decisiones que confieran una definitiva orientación cristiana a toda nuestra vida. No dejéis pasar, pues, este momento de gracia sin decidiros a cooperar en esta tarea, auténtica aventura, en la que somos llamados a participar todos los hijos de Dios: la tarea, repito, de informar con el espíritu de Cristo todas las realidades terrenas.

Para llevar a cabo esta misión de cristianizar el mundo, es preciso que nos identifiquemos con Cristo, asimilando a fondo sus enseñanzas, tratando al Señor en la oración y recibiendo su gracia en los sacramentos. Porque lo que el Maestro nos pide no es difundir una ideología, sino dar al mundo un testimonio vivo, real, del Amor que Dios nos profesa. Pero no podemos ofrecer este testimonio, con la palabra y con la conducta, si no estamos plenamente identificados con Cristo, si no estamos unidos a El por la doctrina y por la gracia que nos comunica. Somos débiles, pero El es nuestra fortaleza; y para remediar nuestra miseria, nos sale al encuentro en el Sacramento de la Penitencia, donde el mismo Cristo, por boca del sacerdote nos dice: Yo te absuelvo de tus pecados, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Así, debidamente purificados, nos acercamos a la Eucaristía, en la que recibimos al Señor como alimento, para unirnos a El, para transformarnos en El.

Esta progresiva identificación con Cristo requiere una lucha por alcanzar la santidad. No lo olvidemos, sólo la santidad de vida presenta al mundo un claro testimonio de Cristo; sólo la santidad de vida es la verdadera luz que se enciende en medio de la oscuridad. Por esto, ¡qué relieve tan actual llevan consigo —y llevarán siempre— las palabras del Fundador del Opus Dei, el Venerable Josemaría Escrivá, cuando escribía en «Camino»: «estas crisis mundiales son crisis de santos»! Y añadía: «—Dios quiere un puñado de hombres "suyos" en cada actividad humana. —Después... "pax Christi in regno Christi" —la paz de Cristo en el reino de Cristo»[8]. Convenzámonos:: cualquier crisis de la historia humana es una crisis de santidad y se supera cuando los cristianos nos decidimos de veras a seguir a Cristo, como hijos queridísimos del Padre. En la inefable Providencia divina, la santidad de una sola persona, que quizá pasa inadvertida a los ojos de los hombres, tiene una gran trascendencia ante Dios. Por eso, «de que tú y yo nos portemos como Dios quiere —no lo olvides— dependen muchas cosas grandes»[9].

Hermanas y hermanos, hijas e hijos míos —os llamo así por tantos motivos, también porque el sacerdote es siempre padre—, el Señor me ha concedido la inmensa gracia de vivir durante cuarenta años al lado de este excepcional servidor de Dios que acabo de citar, el Fundador del Opus Dei. Y he sido testigo de cómo toda su conducta diaria, perfecta y constantemente enraizada en el sentido de ser y saberse hijo de Dios en Cristo, la traducía en difundir heroicamente, entre personas de todas las clases sociales, la llamada a la santidad que la Trinidad Beatísima dirige a todos los hombres y mujeres por medio de Cristo.

Como se lee en el decreto de la Santa Sede, sobre el ejercicio heroico de las virtudes, «entre las múltiples sendas que encauzan la santidad cristiana, el camino que recorrió Josemaría Escrivá manifiesta con particular transparencia y claridad meridiana la índole radical de la vocación bautismal; y este mensaje de santificación en y desde las realidades terrenas se muestra providencialmente actual para la situación espiritual de nuestra época. En efecto, en los tiempos presentes, a la vez que se exaltan los valores humanos, también se advierte una fuerte inclinación hacia una visión inmanente del mundo, entendido como algo separado de Dios. Y este mensaje invita a los cristianos a buscar la unión con Dios a través del trabajo diario, que constituye una obligación y una fuente perenne de la dignidad del hombre en la tierra»[10].

Me atrevo a señalaros que el Espíritu Santo quiere ahora hacer eco, en vuestros corazones, de este mensaje de cristianismo asumido con plenitud, que el Fundador del Opus Dei difundió por todo el mundo. Este es el momento oportuno —una nueva invitación que te presenta el Señor— para volver a descubrir la grandeza de nuestra —de tu— vocación cristiana. Y es, por tanto, el momento para responder con un sí, que manifieste nuestro reconocimiento al Amor que Dios nos depara. Hemos de tomarnos en serio la llamada a la santidad. Oid lo que el Santo Padre os ha escrito con motivo de esta Jornada Mundial: «la santidad es la esencial herencia de los hijos de Dios (...). Lo que dije en Santiago de Compostela, os lo repito también hoy: "¡Jóvenes, no tengáis miedo a ser santos! ¡Volad a gran altura, consideraos entre aquellos que vuelven la mirada hacia metas dignas de los hijos de Dios! ¡Glorificad a Dios con vuestra vida!"»[11].

No penséis que la santidad exige realizar cosas extraordinarias, o que entrega la vida por Cristo sólo quien sufre el martirio, o que se deben abandonar las ocupaciones de este mundo nuestro. Además, no esperéis situaciones excepcionales, que quizá no se presentarán nunca. Buscad la santidad en la vida ordinaria de cada día. Dios os espera en esos modos corrientes de vuestra existencia: cuando estudiáis o trabajáis, cuando estáis con las personas que tratáis, mientras prestáis un servicio, cuando acompañáis al que sufre, o procuráis —con el ejemplo y la palabra— que uno de vuestros compañeros se acerque a Dios. «¡No tengáis miedo!», exclamaba Juan Pablo II al inicio de su pontificado. «¡No tengáis miedo a ser santos!», nos repite ahora. No tengáis miedo de embarcaros en esa espléndida aventura de ser otros Cristos. No tengáis miedo de decir al Señor que sí, cuando notéis su voz dentro de vosotros que os impulsa a una mayor entrega, a una dedicación completa al servicio de Dios y de los hombres. No tengáis miedo a que, en medio de un ambiente obstinado en alejarse de Dios, os señalen como cristianos, como hombres y mujeres que creen, que luchan para ajustar su conducta entera a los mandatos de Dios.

En su mensaje, el Papa nos ha propuesto como lema para estas Jornadas el texto de San Pablo: Habéis recibido un espíritu de hijos[12], que comenta así: «Son palabras que nos introducen en el misterio más profundo de la vocación cristiana: en efecto, según el designio divino hemos sido llamados a ser hijos de Dios en Cristo, por medio del Espíritu Santo. ¿Cómo no quedar asombrados ante esta perspectiva vertiginosa? ¡El hombre —un ser creado y limitado, más aún, pecador— es destinado a ser hijo de Dios! ¿Cómo no exclamar con San Juan: ¡Mirad cómo nos amó el Padre! Quiso que nos llamáramos hijos de Dios, y que lo seamos realmente (I Ioann. 3, 1)? ¿Cómo permanecer indiferentes ante este desafío del amor paternal de Dios que nos invita a una comunión de vida tan profunda e íntima?»[13]. No, no queremos permanecer indiferentes. Ante ese don de Dios, ante esa llamada, nuestra respuesta ha de ser la de aquel profeta del Antiguo Testamento: aquí me tienes porque me has llamado[14]. Aquí estoy con mis defectos, con mi debilidad... Pero estoy seguro de que Tú —mi Dios, mi Padre—, me otorgas la gracia necesaria; seguro de que sólo no puedo nada, pero contigo lo podré todo[15].

En esta disposición ante la llamada divina, en ese amar la Voluntad de Dios, nos precede también nuestra Madre: he aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra[16]. Somos hijos de Dios; somos también hijos de María. Que Ella, presente de modo especial en el Santuario de Jasna Góra, nos alcance a todos la gracia de decir siempre que sí a los requerimientos del amor de Dios: sólo así seremos felices; sólo así podremos sembrar por todos los caminos de la tierra la paz y la alegría de Jesucristo. Así sea.

[1] I Ioann. III, 16 (2ª Lectura de la Misa).

[2] Ioann. XV, 13 (Evangelio de la Misa)

[3] Juan Pablo II, Homilía con motivo de la Canonización de San Maximiliano María Kolbe, sacerdote mártir, 10-X-1982: «Insegnamenti di Giovanni Paolo II», V/3 (1982) p. 753.

[4] Ps. CXVI, 15.

[5] Ps. CXVI, 17 (Salmo responsorial).

[6] Juan Pablo II, Mensaje a los jóvenes y a las jóvenes del mundo con motivo de la VI Jornada Mundial de la Juventud, 18-VIII-1990, n. 2.

[7] Cfr. Ps. II, 8.

[8] J. Escrivá de Balaguer, Camino, n. 301.

[9] Ibid., n. 755.

[10] Decreto pontificio sobre el ejercicio heroico de las virtudes del Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer, 9-IV-1990.

[11] Juan Pablo II, Mensaje a los jóvenes y a las jóvenes del mundo con motivo de la VI Jornada Mundial de la Juventud, 18-VIII-1990.

[12] Rom. VIII, 15.

[13] Juan Pablo II, Mensaje a los jóvenes y a las jóvenes del mundo con motivo de la VI Jornada Mundial de la Juventud, 18-VIII-1990.

[14] I Sam. III, 5.

[15] Cfr. Philip. IV, 13.

[16] Luc. I, 38.

Romana, n. 13, Luglio-Dicembre 1991, p. 250-254.

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