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Omelia pronunciata nella celebrazione eucaristica per l'ordinazione di venti nuovi sacerdoti della Prelatura, il 6-IX-1992, nel Santuario di Nuestra Señora de los Angeles de Torreciudad (Spagna).

«Bendeciré tu nombre por siempre jamás, Dios mío, mi Rey. Esta aclamación (...) es como el compendio de la vida espiritual del Beato Josemaría. Su gran amor a Cristo, por quien se siente fascinado, le lleva a entreqarse para siempre a El y a participar en el misterio de su pasión y resurrección»[1].

He querido hacer mías estas palabras, pronunciadas por Su Santidad Juan Pablo II el pasado 17 de mayo, porque reflejan enteramente los sentimientos que brotan, ahora, en mi corazón. Bendeciré tu nombre por siempre jamás. En todo momento debemos alabar Dios y prorrumpir en acción de gracias.

Gracias, Señor, por la beatificación de nuestro Fundador, que proclama ante toda la Iglesia la heroicidad de su vida santa, y contribuye a que se difunda por el universo su mensaje de llamada a la santidad en medio del mundo.

Gracias, Señor, porque podemos estar aquí ahora reunidos en torno a tu altar, para unirnos a Ti con la oración y conferir a estos fieles de la Prelatura, mediante la imposición de mis manos, el santo sacramento del Orden.

Sacerdotes según el espíritu de Cristo

Hijos míos ordenandos, no puedo por menos de recordaros que sois, junto a vuestros hermanos que recibieron el presbiterado de manos del Romano Pontífice el pasado mes de junio, los primeros miembros del Opus Dei que acceden al sacerdocio después de beatificación de nuestro Fundador.

No hace mucho, un Cardenal, gran admirador de nuestro Padre, me comentaba: Han trabajado ustedes mucho: Pero el verdadero trabajo empieza ahora, después de la beatificación, pues la historia de la Iglesia enseña que en estas ocasiones se derraman qracias abundantísimas del Cielo. Es verdad: así lo experimentamos todos. Y esa realidad ha de constituir como un aldabonazo constante, que nos invita a una continua y renovada fidelidad.

Os ordenáis en servicio de vuestras hermanas y de vuestros hermanos en el Opus Dei y de todo el apostolado de la Prelatura: esa debe ser, pues, vuestra tarea primordial y el objeto principal de vuestros desvelos. Sois además, como todo ministro ordenado, «una representación sacramental de Jesucristo, Cabeza y Pastor»[2], habilitados para colaborar en una misión salvadora que alcanza «hasta los confines del mundo»[3], llamados a contribuir al bien de la Iglesia entera.

¿Qué espera Dios de nosotros?: preguntáoslo en el silencio de vuestra oración. Así como yo me pregunto: ¿qué espera Dios de mí? También ahora, como el año pasado, cuando, después de mi consagración episcopal, pude imponer las manos sobre algunos miembros de la Prelatura que recibían el sacerdocio, mi pensamiento va derecho hacia nuestro santo Fundador. No puedo por menos de recordar la dedicación sin límites con que nuestro Padre cuidó la formación de los miembros de la Prelatura que nos preparábamos para la ordenación sacerdotal.

Meditemos, pues, en la oración con que nos sostuvo nuestro Padre mientras nos acompañó sobre la tierra, y acojámonos a la que sin cesar dirige a Dios en los cielos. Con este apoyo, preguntaos, como antes os invitaba: ¿qué espera el Señor de nosotros? La contestación es muy clara: fidelidad, realización acabada del modelo sacerdotal que el propio Cristo nos ha dejado, y del que nuestro Padre se hizo eco en su respuesta diaria a Dios, y en sus escritos.

El Opus Dei desea tener —escribió nuestro Fundador— «sacerdotes con nuestro espíritu: que estén bien preparados; que sean alegres, operativos y eficaces; que tengan un ánimo deportivo ante la vida; que se sacrifiquen qustosos por sus hermanos, sin sentirse víctimas»; sacerdotes —añadía— «que no piensen en ellos mismos», «que sólo se acuerden de la gloria de Dios y del bien de las almas»[4]. Así habéis de comportaros.

Todo Sumo Sacerdote es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios[5]; es una afirmación de la Carta a los Hebreos, que hemos escuchado en la segunda lectura de la Misa. Juan Pablo II, al comenzar la Exhortación apostólica Pastores dabo vobis, recoge esta cita para dirigir una mirada al mundo y a los hombres, a este mundo y a estos hombres a los que el sacerdote de hoy está llamado a servir. Con su mirada de Pastor Supremo descubre luces y sombras; y, al final, invita fervorosamente al discernimiento, a leer los datos que ofrece el análisis histórico «a la luz y con la fuerza del Espíritu Santo». Su conclusión, rebosante de fe, es la siguiente: la Iglesia no duda de que puede afrontar este nuevo periodo de la historia contando con «sacerdotes bien formados, que sean ministros convencidos y fervorosos de la nueva evangelización, servidores fieles y generosos de Jesucristo y de los hombres»[6].

¿No os emociona, hijos míos, la plena sintonía entre las afirmaciones de nuestro Fundador que antes os repetía, y éstas del Romano Pontífice? Aplicadlas decididamente a vuestra conducta, y seréis sacerdotes como los necesita las Iglesia y, por tanto, como los quiere el espíritu del Opus Dei.

Caridad pastoral

Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros, como yo os he amado[7]. ¡Con que fuerza pronunció Jesús estas palabras!, ¡con qué hondura se grabaron en el corazón de los primeros cristianos! Que nos amemos de veras, con la medida de su Amor: esto nos pide el Señor.

Ese mandamiento, dirigido a todos los cristianos, tiene una específica aplicación en nuestra vida sacerdotal, que la teología y el Magisterio eclesiástico han expresado hablando de caridad pastoral: es decir, estamos llamados, los sacerdotes, a amar con el amor que corresponde a quienes, en la Iglesia, han recibido función de pastor; de ser, en nombre de Cristo y a imitación suya —¡fijaos qué responsabilidad y qué seguridad para vosotros y para mí!—, pastores de la grey. Un amor que impulse a desvivirse por quienes nos sean directamente confiados, y por todos los que de algún modo puedan acercarse a nosotros. Un amor que se manifieste en entrega total al ministerio de la palabra y de los sacramentos, en una incesante actividad en bien de las almas. Hemos de ser, en suma —como decía nuestro Fundador, y como procuró vivir desde su primer encargo pastoral en Perdiguera hasta los últimos instantes de su caminar terreno—, sacerdotes «hechos a la medida del corazón de Cristo»[8].

Me interesa recordaros que la expresión caridad pastoral presenta un matiz que no debemos olvidar: porque el sacerdote es pastor, pero no en nombre propio, sino de Cristo. «Por su misma naturaleza y misión sacramental —se lee en la Pastores dabo vobis—, el sacerdote aparece, en la estructura de la Iglesia, como signo de la prioridad absoluta y de la gratuidad de la que Cristo resucitado ha dado a su Iglesia»[9]. El sacerdocio evidencia que la Iglesia no vive de sí misma, sino de Cristo, que comunica su vida a través de palabra y de los sacramentos.

A la vista de esta realidad, ¡con qué hondura deberíamos todos los católicos llenarnos de admiración, de agradecimiento, de amor, cada vez que se celebra la Santa Misa; cada vez que pasamos cerca de un Sagrario, donde Cristo nos espera; cada vez que en el sacramento de la Penitencia se nos dice que Dios perdona! Y si esto —insisto— vale para todo cristiano, ¡cuánto más para un sacerdote, que conoce la propia pequeñez y advierte que Cristo se sirve de él para misiones tan grandes! Hacia ese Cristo ha de esforzarse el sacerdote por conducir a las almas: sois, os lo repito, pastores en nombre y en servicio de Cristo.

Filius hominis non venit ministrari, sed ministrare, et dare animam suam redemptionem pro multis[10]; el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir, y a dar su vida para redención de muchos. ¡Cuantas veces meditó nuestro Fundador este texto! Meditadlo también vosotros, y haced de esa consideración un lema para vuestro quehacer cotidiano. A esta entrega sincera os invita la naturaleza misma de la misión sacerdotal, y os lo repite el espíritu del Opus Dei, que nos empuja a apreciar en toda su riqueza la vocación común cristiana. No lo olvidéis nunca, hijos míos.

Cultivad en vuestras almas aquellas dos pasiones que, tras el ejemplo del Maestro, tanto inculcó el Beato Josemaría a los presbíteros: la dedicación a la Confesión y a la predicación; así —como también ambicionaba santamente— muchas almas, ¡muchas!, buscarán a Cristo, mirarán a Cristo, amarán a Cristo[11].

Renovad a diario el Sacrificio del Calvario con honda piedad: considerad lo que hacéis, imitad lo que tratáis[12]. Os pido que me cuidéis enamoradamente cada palabra, cada gesto. Así celebraba nuestro Padre y, por eso, toda su vida, enraizada en la Misa, tenía ese alcance corredentor que hemos visto el 17 de mayo. Acordaos siempre, también cuando estéis cansados, de que muchas almas dependen de vuestro ministerio ejercido con hambre de santidad; de «"nuestra" Misa, Jesús»[13].

Vibración apostólica, alegría

Entre las cualidades que nuestro queridísimo Fundador mencionaba al referirse al sacerdote, aparece siempre una, que deseo comentaros, aunque sea brevemente: la alegría.

La predicación cristiana se ha de caracterizar por su contenido alegre, vibrante, como corresponde a la buena nueva que anuncia, al amor de Dios al que invita. La conversación sacerdotal, en el sacramento de la Penitencia o en los ratos de dirección espiritual, ha de presentar un tono cordial, de modo que inspire confianza, confiera serenidad, anime a la lucha, trasmita optimismo, aun en medio de las dificultades, incluso ante la experiencia dura y dolorosa del pecado.

Para comunicar esta auténtica alegría, para que la invitación a esta virtud no sea simple estribillo que meramente se repite, sino verdad que mueve, es necesario que las palabras que se pronuncien vengan de muy dentro, como fluyendo de toda la persona. En breve: el sacerdote necesita manifestarse como hombre de Dios, para así trasparentar a Dios, para hacer sentir la presencia de Dios y, de ese modo, comunicar la alegría sobrenatural, ese gozo y esa paz que vienen de Cristo y que nada ni nadie puede quitar[14].

Quiero por eso terminar recordándoos, hijos míos que hoy llegáis al sacerdocio, una realidad básica, decisiva: que debéis ser almas de vida interior, personas de oración, deseosas de un trato constante con la Trinidad. Y, para que podáis alcanzar esa meta, acudid a un consejo que nuestro Fundador y Padre nos confió, resumiendo su propia experiencia espiritual: que vayáis a Dios Padre y a Dios Espíritu Santo, a la Trinidad Beatísima, a través de Cristo, y a Cristo de la mano de Santa María.

Este año de 1992 es, para todos los fieles de la Prelatura del Opus Dei, año especialmente mariano: así lo dispuse al poco de conocer el momento en que iba a tener lugar la beatificación de nuestro Fundador, de manera que pudiéramos preparar y agradecer ese gran acontecimiento muy unidos a nuestra Madre y Señora.

Magnificat anima mea Dominum, et exultavit spiritus meus in Deo salutari meo[15]. Así cantó la Virgen Santa María, en oración de alabanza y acción de gracias. Contemplad, mirando este espléndido retablo de Torreciudad, la escena de la Visitación de la Virgen a su prima Santa Isabel: la dulzura de María, la alegría de Isabel, el gozo de Juan no nacido todavía, la emoción contenida de Zacarías y José. La maravilla de la Visitación se repite de algún modo: también ahora, en este santuario donde está perennemente Nuestra Señora de los Angeles, derrama el Espíritu Santo sus dones para darnos a conocer a todos que Cristo, nuestro Salvador, llama a nuestros corazones esperando de nuestra parte una fe que se concrete en obras.

Mi pensamiento, al concluir ya esta homilía, va espontáneamente a la Persona del que es cabeza visible de la Iglesia en la tierra, el Santo Padre Juan Pablo II. Hemos de agradecer a Dios y a su Madre Santísima el gran regalo que nos han hecho cuidando al Romano Pontífice durante la intervención quirúrgica a la que ha tenido que someterse; os urjo a que continuéis rezando intensamente por el Papa durante el actual periodo de convalecencia, de modo que pueda reanudar cuanto antes su actividad pastoral en servicio de toda la Iglesia. Y os ruego que encomendéis a todos los obispos, para que cumplamos la tarea estupenda y dura de regir la Santa Iglesia de Dios como sucesores de los Apóstoles: amadles cada día más.

Una palabra muy especial a los padres, hermanos, parientes y amigos de los nuevos sacerdotes, presentes aquí o ya en el Cielo, unidos con nosotros por el cariño y la oración. Ante todo mi más cordial felicitación a cada madre, a cada padre, a cada pariente; y, con esa felicitación, una súplica: que continuéis rezando por estos hijos, para que así, con vuestra ayuda, sean siempre «sacerdotes a la medida del corazón de Cristo» y sirvan cada día con mayor eficacia a Dios, a la Santa Iglesia y a todos los hombres. Amen.

[1] Juan Pablo II, Homilía en la Misa para la beatificación de Josemaría Escrivá de Balaguer, 17-V-1992.

[2] Juan Pablo II, Exhort. apost. Pastores dabo vobis, n. 15.

[3] Concilio Vaticano II, Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 10.

[4] J. Escrivá de Balaguer, Carta, 2-II-1945, n. 21.

[5] Hebr. V, 1.

[6] Exhort. apost. Pastores dabo vobis, nn. 5 a 10.

[7] Ioann. XIII, 34.

[8] Carta, 2-II-1945, n. 22.

[9] Exhort. apost. Pastores dabo vobis, n. 16.

[10] Matth. XX, 28.

[11] Cfr. Camino, n. 382.

[12] Pontificale Romanum. De ordinatione diaconi, presbyteri et episcopi, n. 163. Typis Polyglottis Vaticanis, 1990, p. 59.

[13] Camino, n. 533.

[14] Cfr. Ioann. XVI, 22.

[15] Luc. I, 47.

Romana, n. 15, Luglio-Dicembre 1992, p. 247-251.

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