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Messaggio di Mons. Alvaro del Portillo, Gran Cancelliere dell'Università di Navarra, all'VIII Simposio Internazionale di Teologia, celebrato i giorni 22-24 aprile nella Facoltà di Teologia dell'Università di Navarra, intorno al ruolo dei laici nella Ch

Excmo. y Magfco. Sr. Rector de la Universidad de Navarra

Excmo. y Revmo. Sr. Arzobispo de Pamplona

Señoras y Señores:

Hubiera deseado poder estar físicamente presente en el Simposio Internacional de Teología que ahora comienza sus trabajos, pero las ocupaciones que me mantienen en Roma me impiden asistir, y me obligan a confiar al Decano de la Facultad de Teología la tarea de leer mis palabras.

Mis deseos de participar en el Simposio nacen no sólo de mi responsabilidad como Gran Canciller de la Universidad de Navarra y del cariño que siento por sus Facultades de Teología y Derecho Canónico, sino de la importancia que objetivamente tiene para el mundo y para la Iglesia la cuestión que va a ser la materia de vuestra consideración, estudio y diálogo. Hablar de los laicos, de los cristianos corrientes —hombres y mujeres— esparcidos por el mundo en las más diversas situaciones y circunstancias, es, a fin de cuentas, hablar de la Iglesia entera, pues si el laicado no puede ser entendido sino a partir de la Iglesia, la Iglesia a su vez no es comprendida a fondo sino cuando se comprende y valora la vocación y misión de los laicos.

Toda reflexión sobre el laicado obliga a ir al núcleo de la verdad cristiana. Es decir, a la realidad de Cristo Jesús, que, siendo Dios de Dios y Luz de Luz, se hizo hombre para, asumiendo la condición humana, realizar la obra divina de la Redención; y a la realidad de la Iglesia, Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo, a través de la cual Jesús se hace presente a lo largo de la historia, atrayendo todas las cosas hacia Sí. Es, en efecto, desde ese núcleo central, desde donde hay que recordar a todos los cristianos —cualquiera que sea su condición, su profesión o su oficio— que son Iglesia, es decir, que son Cristo: que en ellos actúa Cristo, que a través de ellos quiere darse a conocer al resto de los hombres y ordenar hacia Sí la creación entera.

Al considerar estas perspectivas, mi pensamiento y mi imaginación se dirigen, espontánea y decididamente, al Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer, Fundador del Opus Dei y de la Universidad en cuyo seno se celebra este Simposio. Con su labor sacerdotal incesante abrió a numerosos cristianos horizontes de santidad y apostolado en medio del mundo. Yo mismo aprendí de él, desde que tuve la fortuna de encontrarle en 1935, a descubrir toda la hondura y la riqueza que implica el ser cristiano. Y como yo, otros muchos miles de almas. En aquellos años primeros —y lo mismo continuó haciendo, de una u otra forma, en los posteriores— iba llevando a quienes le rodeaban, con calma pero sin pausa —como por un plano inclinado, le gustaba decir— por senderos de vida cristiana en medio de las diversas y variadas ocupaciones terrenas.

Ese fenómeno pastoral de vida cristiana en medio del mundo y, junto a esta realidad, los escritos de Mons. Escrivá de Balaguer, densos de doctrina ascética, teológica y jurídica, han dejado huella profunda en el vivir de la Iglesia. Tratadistas y personalidades eclesiásticas han podido hablar de Mons. Escrivá de Balaguer como de un pionero en la proclamación de la vocación cristiana del laicado, como un precursor del Concilio Vaticano II en muchos puntos y, en particular, en cuanto se refiere a sus enseñanzas sobre la condición laical y secular. Lo es, ciertamente. Su doctrina subyace a muchas declaraciones conciliares, constituyendo un punto de referencia que puede guiarnos en la interpretación de diversos textos del Concilio y en la resolución de cuestiones que el Concilio no llegó a plantearse pero que van suscitando el trascurso de la historia y el desarrollo de la Iglesia.

"La fecundidad de la Santa Madre Iglesia deriva y se mide por el vínculo de amor que la une como Esposa al Señor Jesús: en este sentido la espiritualidad representa el alma de todo apostolado". Con estas palabras comienza el último de los apartados (nn. 43-45) de los Lineamenta preparados con vistas al próximo Sínodo de los Obispos. Se enuncia así una de las notas esenciales del existir cristiano, su carácter teologal, para, a continuación, recordar las enseñanzas del Concilio Vaticano II en torno a la llamada universal a la santidad.

Es ésta, sin duda alguna —en ello coinciden todos los comentaristas y lo ha subrayado el pasado Sínodo Extraordinario— una de las más grandes aportaciones realizadas por el Concilio, en orden precisamente a lo que era su objetivo fundamental: promover una renovación de la Iglesia, con el fin de dar al mundo un testimonio más vivo y eficaz de la salvación, que nos ha conseguido Jesucristo. De que todos los cristianos se sepan real y hondamente salvados, receptores de una llamada divina que dota de sentido pleno y definitivo a la totalidad de sus afanes, ilusiones y actividades, depende el que la Iglesia pueda cumplir con mayor extensión e intensidad la misión a la que Dios la destina.

Para que esa llamada universal a la santidad resuene con plena eficacia es necesario —y me parece particularmente oportuno recordarlo en el momento inicial de un Simposio como el que hoy comienza— que se capten de veras y a fondo sus más radicales implicaciones. Quiero referirme concretamente a una verdad capital, sin cuyo reconocimiento la proclamación de la llamada universal a la santidad podría resultar, en buena parte, históricamente ineficaz. Esa verdad no es otra que la del valor cristiano de las realidades terrenas. ¿De que serviría, en efecto, afirmar una llamada universal a la santidad, si el laico, el cristiano corriente, pudiera pensar al mismo tiempo que las realidades entre las que vive son ajenas a las perspectivas propias del existir cristiano? Y respondo sin lugar a dudas que de nada serviría, pues conduciría, en realidad, a suscitar ilusiones que no conseguirían luego concretarse o, incluso peor, que provocarían desazones y rupturas interiores.

Mons. Escrivá de Balaguer lo comprendió con absoluta claridad desde el 2 de octubre de 1928. Vio entonces, con luz de Dios, que los cristianos corrientes están llamados a santificarse en medio del mundo, entretejiendo su vida cristiana con las ocupaciones y tareas seculares, insertando en ese tejido savia divina y contribuyendo de esa forma a santificar a los demás y llevar el mundo entero hacia Dios. Entre otros muchos textos, quizá ninguno más adecuado al momento presente que una homilía pronunciada precisamente en el campus de esta Universidad de Navarra, en 1967. Debéis comprender —exclamaba entonces— "que Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir" ( Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, n. 114).

Si aspiramos a alcanzar la raíz última de estas enseñanzas, nuestra atención debe dirigirse a lo que es el centro mismo de la verdad cristiana: la fuerza de Dios, la realidad de la gracia. Fue el Fundador del Opus Dei y de esta Universidad hombre de amplia experiencia, conocedor por tanto de los avatares y dificultades de la historia. Tuvo, como todo hombre de profunda vida interior, un agudo sentido de la trascendencia del mal y del pecado. Pero mucho más radical aún fue siempre su fe en la gracia. Cabe incluso decir que esa fe forma parte del don que Dios le concedió el 2 de octubre de 1928. Vio entonces, en efecto, a muchedumbres de cristianos santificando el mundo; se hizo portador de un irradiar de la gracia para convertir en divinos los caminos todos de la tierra, como solía comentar.

Non est abbreviata manus Domini, la fuerza de Dios no ha disminuido, repitió muchas veces con el profeta Isaías ( Is 59, 1). Dios no se ha retirado del mundo, ni permanece en los márgenes de la historia, sino que continúa siendo el Señor que lo atrae todo hacia Sí. Su gracia, presente en el corazón del cristiano, puede divinizar todas las cosas. El hombre de fe no debe situarse ante la vida con corazón encogido, sino con espíritu magnánimo, con ansias de bien que se manifiesten en obras, en santificación real y efectiva, desde dentro, de las múltiples, variadas y en ocasiones complejas situaciones humanas.

No es mi intención desarrollar aquí todas las consecuencias e implicaciones de esa profunda visión doctrinal y espiritual. Sólo he querido evocarla, para ofreceros una luz que puede contribuir al desarrollo de la reflexión teológica y canónica a lo largo de las jornadas que hoy comienzan.

Al terminar estas breves consideraciones, deseo subrayar algo que está implícito en todo lo que he dicho: me refiero a la trascendencia del próximo Sínodo, al que vuestro Simposio pretende servir desde el campo de la investigación científica. El hecho de que el Papa Juan Pablo II haya convocado un Sínodo de Obispos para tratar expresamente del laicado, de su vocación y de su insustituible y decisiva participación en la Iglesia, subraya fuertemente la realidad de que es el entero Pueblo de Dios el que debe ponerse en marcha, para que la renovación promovida por el Concilio Vaticano II se haga realidad en medio de la historia humana.

Finalmente, quiero desear a todos los que participan en el Simposio un trabajo fecundo, a la vez que prometo a todos mi oración para que el Espíritu de Cristo ilumine vuestra reflexión y vuestro diálogo.

Romana, n. 4, Gennaio-Giugno 1987, p. 94-96.

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